‘Lo bueno’ lo anunciaban por la tele

Eduardo de Vicente
07:00 • 25 may. 2020

Los tenderos de barrio tenían que estar muy pendientes de los anuncios que echaban por la televisión para no perder clientes. Era matemático: el producto que salía por la tele, ya fuera un refresco o un detergente, al día siguiente era el más demandado en la tienda. La tele iba por delante de la vida real y los tenderos se convertían en rehenes de la publicidad. 



En mi casa siempre se recordaba el impacto que causó en el vecindario la tarde en que los niños vieron en alguna de las pocas televisiones que entonces existían en el barrio, el anuncio en el que la gaseosa La Casera sacaba a escena sus refrescos de naranja y de limón. Mi padre contaba que antes de que terminara el anuncio ya estaba la gente pidiéndolo en la tienda, que de golpe, nadie se conformaba ya con llevarse la humilde Casera blanca de toda la vida.



Teníamos la certeza de que todo lo que salía en la publicidad de la televisión era “lo bueno” y cuando por Navidad nos metían los juguetes televisivos por los ojos, era cuando empezábamos a escribir la carta a los Reyes Magos. Fuimos los niños de la televisión. La primera revolución que conocimos la protagonizó el televisor. 



Aquellos aparatos gigantescos que pesaban como una roca y que eran tan sensibles que había que transportar como si fueran niños recién nacidos, nos cambiaron la forma de vivir y la manera de mirar la vida. En los primeros años, tener una tele era un signo de distinción y en nuestros barrios sólo podían comprarla los comerciantes de renombre o aquellas familias que tenían varios miembros trabajando. La televisión transformó nuestro estilo de vida y nuestras costumbres y también cambió la decoración de nuestras casas: la tele pasó a presidir el mejor sitio del comedor mientras que nuestros ‘terraos’ empezaron a llenarse de antenas.



En la primavera de 1963 entre los que ya estaban instalados y los que estaban en montaje, se superaba la cifra de doscientas televisiones y las ventas iban en aumento empujadas por la instalación de un poste retransmisor en Sierra Alhamilla que prometía dar una señal de calidad y sin interrupciones. El 27 de abril de 1963 no se hablaba de otra cosa en los bares y en las reuniones de vecinos que de la corrida de la Feria de Sevilla que la tarde anterior se había podido ver en Almería a través de la tele con Paco Camino y el Viti como principales estrellas. Lo más sorprendente era que se pudo ver el festejo íntegro, sin apenas interferencias, lo que constituía un paso adelante de este nuevo sistema de comunicación. 



El poste de Sierra Alhamilla empezaba a dar sus resultados gracias a la iniciativa de dos firmas comerciales: Casa OTON y Casa Cristóbal Peregrín, que alentados por el negocio de la venta de televisores subieron a la sierra para colocar una gigantesca antena que diera señal a Almería. El repetidor se levantó a mil cuatrocientos metros de altura, en un lugar sin camino, sin electricidad y sin teléfono, y teniendo como única vía un sendero que había que recorrer andando o a lomos de caballerías. 



Los promotores del poste contrataron cerca del lugar a un encargado del repetidor para que subiera en el menor tiempo posible si se producía alguna avería. Cuántas veces nos acordamos sin conocerlo del encargado del repetidor que imaginábamos siempre durmiendo o recostado en la barra de una taberna, sin enterarse de que la señal se había vuelto a perder cuando la película estaba en el momento más interesante.



Sólo el que lo ha vivido puede entender cuántas emociones se compartían en aquellas primeras noches de televisión, cuando la familia y medio barrio se unían en torno al comedor donde estaba el aparato para ver el Telediario, y sólo el que lo ha vivido puede comprender cuántas decepciones se llevaban un día sí y otro también, por culpa de la maldita señal del poste que cuando no se cortaba le salían interferencias, siempre en el instante más importante. Aquella liturgia de sentarse alrededor de la mesa de camilla y enchufar el aparato era tan intensa, tan arrebatadora, que valía la pena iniciarla aunque solo fuera para ver la Carta de Ajuste con la que cada tarde comenzaban las emisiones. 



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