El sacrificio del tendero centinela

El tendero de barrio solía vivir cautivo del negocio, sin saber lo que eran unas vacaciones

Típica tienda de barrio en la calle principal de Los Molinos. Los artículos se mezclaban en el mostrador, en las estanterías.
Típica tienda de barrio en la calle principal de Los Molinos. Los artículos se mezclaban en el mostrador, en las estanterías.
Eduardo de Vicente
23:33 • 28 nov. 2019 / actualizado a las 07:00 • 29 nov. 2019

El tendero apenas descansaba. Era el centinela permanente, el que siempre estaba de guardia aunque tuviera la persiana echada. El tendero de barrio solía vivir cautivo del negocio, sin saber jamás lo que era tomarse unas vacaciones, esperando con paciencia a que llegara uno de aquellos días de fiesta obligatorios que marcaba el calendario para olvidarse durante unas horas del oficio, de la tienda y de los parroquianos.



Recuerdo que hubo un tiempo en el que tenían prohibido abrir los domingos, pero mi padre, como otros muchos tenderos, despachaba por el portal de la casa, a escondidas para que no lo descubriera la policía municipal.



El día grande del tendero era entonces el 18 de Julio, que era la fiesta nacional forzosa, la que nadie se podía saltar. Era el día grande porque el negocio se cerraba a cal y canto y porque la tarde anterior se multiplicaba por tres la recaudación. En la víspera, las tiendas no tenían hora de cierre y muchas permanecían abiertas hasta bien entrada la noche. La gente compraba por cola, con la paga extraordinaria en el bolsillo y con la necesidad de llenar las cestas para pasar el día siguiente en la playa. Con las tiendas cerradas y media ciudad frente al mar, Almería se convertía en un poblado fantasma cuando llegaba el 18 de Julio. 



La mayoría de las pequeñas tiendas de barrio respondían a una estética parecida, aunque el decorado interior solía variar bastante si el establecimiento era de la periferia o estaba ubicado en el centro. No tenía la misma presencia la tienda de comestibles de López Andrés, a unos metros del Paseo, que la tienda de mi padre en la calle Arráez o la que Juanico ‘el palo’ regentaba en la subida a San Cristóbal



La tienda de López Andrés encandilaba con sus espléndidas estanterías de madera con sabor añejo, con sus escaparates perfectamente organizados y con su equipo de dependientes que acentuaban la solera del negocio.



  En el otro lado de la balanza estaban las tiendas populares de barrio, menos organizadas, más caóticas en su decorado, con sus estanterías improvisadas donde los artículos se mezclaban al libre albedrío. Al lado de una botella de sidra te podías encontrar un paquete de Maizena o un bote de Cola-Cao. Era muy típico entonces colgar del techo una barra de hierro que servía para mostrar los embutidos. Uno entraba a la tienda y se encontraba con aquel espectáculo extraordinario de las tripas de morcilla y las mantas de tocino clavadas en ganchos de hierro, flotando en el aire.



Había de todo en las tiendas llamadas entonces de comestibles, todo tipo de géneros y sobre todo, una vinculación casi afectiva con los clientes. A la tienda se iba a comprar y también se iba a hablar y a enterarse de lo que pasaba en el barrio. Las noticias, las malas y las buenas, pasaban antes por el mostrador de las tiendas que por las páginas del periódico.



La mayoría de estos pequeños negocios eran familiares: trabajaba el padre, la madre y los hijos y a veces hasta los primos cuando había que echar una mano. En mi caso, mi padre llevaba el peso del negocio y mi madre lo compartía, teniendo además que soportar toda la carga de la casa y de los hijos. Ellos nunca supieron lo que era un puente ni tener dos días de fiesta seguidos.


La vida del tendero era muy dura entonces porque no tenía ni horario de entrada ni de salida, ni tampoco la posibilidad de quedarse en la cama por un resfriado. Los días empezaban de noche, cuando había que tirarse de la cama de madrugada para ir a la alhóndiga. Las mañanas eran frenéticas hasta que llegaba la hora del almuerzo y las parroquianas te daban un respiro. Apenas había tiempo para comer y sentarse a reposar. Antes de abrir de nuevo las persianas, había que limpiar y poner en orden el escenario después del desorden del trajín mañanero.


Las tardes, más tranquilas, se aprovechaban para ir a los almacenes y a la cooperativa, para organizar las cajas de madera que había que devolver al día siguiente en la alhóndiga y para hacer las cuentas de la jornada. Cuando llegaba la hora de cerrar las luces de la tienda nunca se apagaban del todo, esperando que tocara a la puerta algún cliente rezagado.


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