El que tenía un cassette en el coche

En los años 70 se pusieron de moda los radio-cassettes. Había quien lo instalaba en el coche

Vidal Ramos, hoy dueño de un bar frente al Hospital, en el coche de su padre cuando era costumbre escuchar música dentro de los vehículos.
Vidal Ramos, hoy dueño de un bar frente al Hospital, en el coche de su padre cuando era costumbre escuchar música dentro de los vehículos.
Eduardo de Vicente
00:56 • 24 oct. 2019 / actualizado a las 07:00 • 24 oct. 2019

En la lista de acontecimientos inolvidables que marcaron mi infancia están el día que tuve mi primer reloj y cuando entró en mi casa el primer radio-cassette. El primer reloj representaba un paso adelante en ese camino que iba de la niñez a la adolescencia. El reloj en la muñeca te llenaba de responsabilidad, entre otras cosas porque ya no tenías ninguna excusa para llegar tarde. 



El radio-cassette era como otro paso más hacia la pubertad. Para muchos, el primer cassette fue contemporáneo de los primeros granos en la cara, de los cambios de voz, de aquel maldito vello del bigote que tanto nos molestaba y de los primeros besos a escondidas cuando nos enamorábamos varias veces al día.



Tener un radio-cassette nos cambió la vida y a muchos nos hizo un poco más solitarios cuando descubrimos el placer de encerrarnos en el dormitorio a escuchar la música que queríamos oir. Si la radio suponía una aventura, porque no sabías la canción que iba a sonar, el cassette nos dio la posibilidad de poder elegir, de centrarnos en lo que realmente nos emocionaba



Los radio-cassettes fueron la moda de los años setenta y un buen negocio para los mercaderes que venían en el barco de Melilla cargados de quesos de bola y mantequilla. La eclosión del nuevo aparato les permitió ampliar el negocio en una época en la que todos los jóvenes aspirábamos a tener uno de aquellos artilugios de estraperlo que llegaban por el mar. El día que nos regalaban el radio-cassette no salíamos del cuarto y era tan importante el acontecimiento que invitábamos a los amigos para que disfrutaran con nosotros del espectáculo.



El único obstáculo era que la radio se escuchaba gratis, pero las cintas de cassettes había que comprarlas. Los adolescentes de aquel tiempo le debemos mucho al señor Laynez, que tuvo la habilidad de montar en su tienda de Galería del disco un pequeño estudio de grabación: comprabas la cinta virgen y él te grababa el disco que tú eligieras a menos de la mitad de su precio original. 



Teníamos otra opción intermedia, que era la de acudir a una gasolinera o a un bar de carretera en busca de una de aquellas cintas de oferta que tanto gustaban a los camioneros. Lo mismo podías encontrar una cinta de piezas militares que un cassette con lo mejor de Manuel Gerena, aquel cantante de flamenco-protesta que se hizo popular en  los años de la Transición. Había establecimientos donde el mismo expositor con las mismas canciones podían resistir durante varios años sin renovarse. En este caso se podían reconocer porque a las cintas se le habían desgastado ya los colores y olían a café y a calamares fritos.



En los cassettes de las gasolineras era complicado encontrarse con un artista de primer nivel, como mucho, aparecían los grandes éxitos de Julio Iglesias con truco, es decir, cantados por otro



El espectáculo de los expositores de cassettes estaba, precisamente, en esa fauna de artistas de tercera división que buscaban el mercado rápido y sin exigencias que encontraba en los bares de carretera. Las canciones de la mili, los chistes de Arévalo, el ‘Amigo conductor’ de Perlita de Huelva o las ocurrencias de Emilio el Moro, estaban siempre  presentes, dispuestas a sonar en los radio cassettes de los viajeros.


En pleno furor de los radio-cassettes llegó la moda de colocarlos también en los coches. Para los jóvenes de los años setenta, tener un coche era un pequeño lujo y ponerle además un aparato de música rozaba ya la ostentación. Mi primo Rafael Plaza, que era un adelantado a su tiempo, le puso un radio-cassette al taxi que sonaba como una discoteca. Recuerdo que se alimentaba con cartuchos de ocho pistas, con un tamaño parecido al de las cintas de vídeo que llegaron después. Mientras el taxi descansaba y mi primo almorzaba, yo me metía en el coche y escuchaba una y otra vez la cinta de ‘Abbey road’ de los Beatles, cuando casi nadie, al menos en mi barrio, conocía su existencia.


Poco a poco el radio-cassette del coche se fue generalizando y se convirtió en la gran aspiración de los jóvenes. Una vez que tenías el coche, el siguiente paso era colocarle el aparato de música, que tantos éxitos cosechaba a la hora de seducir a las muchachas. Tener cassette en el coche te daba un prestigio incuestionable y a la vez te condenaba a la preocupación de que una noche te lo robaran. El cassette se convirtió en el botín favorito de los delincuentes callejeros, que te rompían la ventanilla para llevarse el tesoro.


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