El que abre las calles de madrugada

Paco ‘el Raski’ lleva cuarenta años ejerciendo de cargador en el Mercado Central

Eduardo de Vicente
00:57 • 18 oct. 2019 / actualizado a las 07:00 • 18 oct. 2019

Sus días empiezan de noche. A las cuatro de la mañana, mientras el resto de la ciudad duerme, él se tira de la cama sin necesidad de un despertador. Su vida son los madrugones desde que tenía ocho años y empezó a hacer recados en la Plaza para ganarse unas propinas. 



Paco ‘el Raski’ es el que abre las calles todos los días cuando más apetece estar en la cama. Madruga por obligación y en cierto modo también por costumbre, porque en su currículum vital tiene el récord de no haberse levantado jamás a las diez de la mañana. 



Abre las calles y saca al sol a pasear como si fuera el centinela de los días, el primer ciudadano que da señales de la vida antes de que pasen los barrenderos y empiecen a abrir las cafeterías. Está tan habituado a madrugar que los domingos, aunque no tenga nada que hacer, se despierta como un gallo antes de que salga el sol y sale corriendo de entre las sábanas. Lo más peligroso de los madrugones es que cuando uno se acostumbra ya no puede vivir sin ellos.



Paco ‘el Raski’ no trabaja en el Mercado Central, vive en él, forma parte de la historia del edificio como las columnas de hierro que lo sostienen. No hay un solo vendedor que no lo conozca. Es el comodín de la Plaza, siempre dispuesto a hacer un recado, siempre presente a la hora en punto aunque caigan chuzos de punta. 



De su vida íntima se sabe poco porque no le gusta contar sus historias personales. Fue niño de la calle Duimovich, de los que se criaron jugando entre las piedras del Cerro de San Cristóbal y a los ocho años ya estaba trabajando. El apodo le viene de familia, concretamente de un burro que tenía su abuelo que se llamaba ‘Raski’. El apodo del animal lo heredó después su padre y Paco continuó con la tradición.



Hay días en los que Paco ‘el Raski’ trabaja hasta que anochece. Llega el primero y a veces se va el último, ayudando a recoger, y por las tardes siempre tiene algo que hacer echando una mano en los almacenes. Son muchas horas, pero él las vive con agrado porque su oficio es una forma de vida para él. 



Trabajar en la Plaza del Mercado es una profesión dura, pero que acaba enganchando con los años por el derroche de actividad que exige y por el sabor que tiene ese mundillo de madrugadas y tertulias al olor de los primeros cafés, de verdura y fruta recién bajada de los camiones, de prisas y gritos para tener los puestos preparados cuando llega la hora de levantar las persianas.



La Plaza constituye un ecosistema propio con sus formas de hablar, sus frases hechas, sus chistes y toda esa gente que puebla sus pasillos y sus barracas, personajes que van y vienen, y que un día desaparecen sin hacer ruido para que otro ocupe su lugar y el milagro se repita por los siglos de los siglos. 


Uno de los oficios que más desgastan es el de cargador, aunque también tiene sus recompensas: se gana un pequeño sueldo extra en propinas, se sale a la calle y se amplia el círculo de amistades. La historia de la Plaza es también la historia de esos tipos duros que se dejaron la columna vertebral echándose sobre las espaldas los bultos más pesados. Los cargadores actuales cargan menos porque disponen de la ayuda mecánica y no tienen que trabajar a pelo como los de antes.


Los cargadores antiguos  tenían su propio universo, una forma de vida que compartían y también unas características físicas similares y una forma parecida de ver el mundo. Por definición, el cargador era el paradigma de la fuerza, un tipo duro que se echaba sobre sus espaldas cualquier peso con tal de ganarse unos duros de más. 


El cargador no tenía pereza, ni horario, ni festivos, ni vacaciones; cuando terminaba de echar la faena de la mañana en la alhóndiga se iba a la Estación a acarrear los sacos de harina que llegaban para los almacenes, o al puerto a dejarse la salud cargando y descargando barcos hasta que se hacía de noche. Siempre estaban dispuestos a ganarse un jornal y en Semana Santa solían desdoblarse saliendo de costaleros. 


No todos los cargadores tenían el mismo estatus. Los más reconocidos formaban sus propias cuadrillas, que en su lenguaje eran conocidas como collas, y tenían el trabajo asegurado con asentadores y exportadores a los que les trabajaban todos los días.  


La jornada empezaba antes de  que amaneciera. A las cuatro de la mañana ya estaban en la alhóndiga vaciando los camiones que llegaban llenos de género. El primer descanso lo hacían sobre la barra de mármol de uno de aquellos bares cercanos que olían a café, coñac y anís.


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