Fausto Romero-Miura

Gonzalo Hernández Guarch
07:00 • 10 ago. 2019

He tenido el honor de ser amigo de Fausto Romero durante gran parte de mi  vida. Lo conocí en el colegio La Salle, aunque entonces no éramos amigos cercanos, tan solo compañeros afines. Él era alguien especial, ya entonces un niño distinto, después un muchacho despierto que soñaba con hacer muchas cosas, sobre todo escribir, ser director de cine, ayudar a los demás, sobre todo colaborar en el desarrollo cultural de Almería.



Más adelante, durante los años universitarios apenas mantuvimos relación, los obligados saludos en algún evento, alguna breve charla en la calle. Lo volví a encontrar durante los extraordinarios y difíciles años en que España se transformó en una democracia, pues los dos formamos parte intensamente de la UCD de Adolfo Suarez. Durante aquellos años también coincidimos frecuentemente en la fundación del Ateneo de Almería, en la relación con José María Artero, con Carlos Pérez Siquier, con Jesús Ruiz Esteban, con muchos otros personajes de la Almería de los setenta del siglo pasado. Fue entonces cuando se forjó una amistad ya que ambos teníamos muchos intereses comunes, sobre todo culturales. Fue entonces cuando comenzó una profunda y fructífera relación.



Fausto me ha acompañado durante mi ya larga etapa como escritor, y lo ha hecho como él era: con absoluta generosidad, entregándose sin reserva a lo que consideraba positivo e interesante: la cultura.  Fue por entonces cuando me confesó que quería que lo acompañara a un viaje por Oriente Medio. Su ilusión era cruzar Palestina, Siria, visitar y pernoctar en los caravasar de Alepo y Samarcanda, también en los más antiguos de Irán, pero por encima de todo acompañarme a Armenia. Lo programamos hace muchos años en una comida con Pedro Manuel de la Cruz, pues ambos colaboramos con él en frecuentes artículos de prensa y también en las distintas revistas culturales. Pero como tantas ilusiones perdidas, aquel exótico viaje que íbamos a compartir y con el que Fausto soñaba, no pudo realizarlo. Un día me encontraba en Ispahán y le llamé por teléfono,  para mi sorpresa lo pude escuchar al otro lado de la línea. Cuando le dije que estaba durmiendo en un antiquísimo caravasar y que me había acordado de él, me dijo que hubiera dado cualquier cosa por estar allí con nosotros. Más adelante, a la vuelta, cada vez que nos encontrábamos se reía mientras me preguntaba que cuando salíamos de viaje. Él también me ayudó por su profunda amistad con Manolo Pimentel, el editor de Almuzara que siempre le pedía alguno de sus manuscritos para publicarlo incondicionalmente.



Pero lo que sí pudo ser fue su extraordinaria y larga colaboración conmigo para presentar muchos de mis libros. Sobre todo le encantó “Una historia familiar. Los desastres de la guerra”, una novela sobre la guerra civil española, de la que le fascinaron las aventuras y desventuras del principal protagonista, el enano Camilo, un ser deforme aunque visionario por el que sintió una especial predilección. Fausto tenía una cabeza privilegiada, era de alguna manera un ser especial, alguien que tenía tal cultura y conocimiento que en muchas ocasiones se reservaba para no avasallar a los demás, alguien que hacía un gran esfuerzo personal para hacerse entender sin pretender epatar. Él me ayudó a presentar mis libros porque se sentía partícipe de ellos, siempre me animó a seguir escribiendo, hasta la última vez que tuve la oportunidad de hablar con él, cuando ya se encontraba en Madrid y había asumido la cercanía, la inevitabilidad de su muerte. Hemos compartido cerca de una docena de presentaciones y tengo la convicción de que siempre ha sido el hombre que mejor ha entendido mi literatura, y contaba con entusiasmo el libro de turno después de haberlo leído con detenimiento. Nunca lo podré olvidar.



Fausto ha sido uno de los grandes hombres de la Almería de la democracia. No pudo ser alcalde como el pueblo lo había votado, pero con seguridad hubiera sido un extraordinario regidor, por capacidad, personalidad, cultura, imaginación y voluntad. Se nos ha ido alguien muy especial, alguien que ha aportado sabiduría y visión al escenario social del último medio siglo, cuando esta provincia y su capital han despegado definitivamente. Lo echaremos de menos, aunque para evitarlo tal vez debería tener una estatua de bronce similar a la de Nicolás Salmerón en la Puerta Purchena, probablemente cruzándose con él, saludándole en un encuentro intemporal de dos prohombres tan singulares, dos personajes históricos que tanto y tan generosamente han hecho por esta tierra.






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