Panaderías que dejaron su huella

En Conde Ofalia funcionó a lo largo de dos siglos la histórica panadería del Cañón

En la plaza Flores estuvo la panadería de Pepe López.
En la plaza Flores estuvo la panadería de Pepe López.
Eduardo de Vicente
07:00 • 12 jul. 2019

El oficio de panadero tenía que ser muy duro y sacrificado porque era difícil encontrarse con un  panadero que no tuviera ojeras permanentes. El panadero de obrador vivía con el reloj cambiado: dormía de día y trabajaba de noche, cuando los hornos se tenían que poner a funcionar de madrugada para que el pan pudiera llegar a todos los barrios al amanecer. 



Cuando a mi casa llegaba una visita y alguien me preguntaba qué quería ser de mayor, como no tenía vocación alguna siempre le respondía diciéndole “cualquiera menos panadero. Yo no quería tener ojeras permanentes ni acostarme a los ocho de la tarde para levantarme a las cuatro de la mañana. Tampoco quería que el cuerpo me oliera a pan todo el día, el perfume del pan me atraía porque era pasajero, porque llegaba de pronto y se esfumaba en el aire en unos segundos dejando su huella en  la calle, pero eso de vivir cubierto de harina y sin dormir no era un oficio recomendable, pensaba yo.



Las panaderías estaban tan presentes en nuestra vida que no había barrio importante  que no tuviera varias. Los niños de mi generación llegamos a tiempo para conocer cuando algunas funcionaban todavía con horno de leña, una tradición que a comienzos de los setenta ya empezaba a estar en retirada. Recuerdo los trozos de leña apiñados en las calles como si formaran parte del paisaje.



Cada uno de nosotros, en nuestra memoria sentimental, guardamos el recuerdo de alguna de aquellas viejas panaderías que formaron parte de nuestra vida. Otras ya eran historia cuando las  conocimos, pero supimos de sus existencia por lo que nos contaron los mayores. De aquellas panaderías que marcaron a varias generaciones de almerienses, una de las más importantes fue la del Cañón de la calle Conde Ofalia. 



Se sabe que en 1862 ya estaba abierta y que sus dueños contaban que fue el primer comercio que se instaló en esa parte de Almería, que empezó a urbanizarse después de 1885, cuando se inició el derribo de las murallas.Fue su fundador don José Pradal López, aunque el alma del negocio, en los años de apogeo, fue siempre su joven esposa, María Ruiz Espinosa, que por su edad y por su talante de mujer emprendedora, estuvo al frente de la panadería. 



Le llamaron ‘El Cañón’ por una anécdota que ocurrió el 29 de julio de 1873, cuando vinieron los Cantonales a bombardear la ciudad. Ocurrió que esa tarde, cuando la familia se disponía a abandonar su casa para buscar refugio en las afueras, el dueño, don José Pradal López, se cruzó en la puerta con un pintor que llevaba encima su equipo de pintura y los pinceles. Al verlo, le dijo: “Niño, píntame en la fachada de la panadería un cañón mirando al puerto a ver si esos canallas se asustan y se van”. Desde entonces, la silueta de un cañón presidió la fachada. El cañón fue primero un dibujo y con los años se convirtió en una escultura que fue referencia en la ciudad. El obrador de la panadería de ‘El Cañón’ abastecía de pan a media ciudad y era el proveedor de los barcos mercantes que llegaban al puerto. El negocio cambió de propietario cuando los herederos de José Pradal decidieron traspasarlo.   En 1910 ya figuraba como propietario José Martínez Zea, que lo mantuvo abierto hasta su muerte, a mediados de los años cincuenta.



La misma trascendencia que tuvo la panadería ‘el Cañón’ en el centro de Almería tuvo la de Ángel Rubí en el Llano del Puerto y en todo el barrio de La Chanca desde que empezó a funcionar en los años veinte. Al amanecer, las chimeneas de la panadería del Llano llenaban el aire de olor a pan recién hecho. El humo revoloteaba por las azoteas y mezclado con la brisa del mar llegaba hasta los cerros, penetrando por las ventanas de las casas, por las rendijas de las cuevas y por los agujeros del alma.



No hacían falta despertadores ni relojes para echar a andar. El aroma del pan sacaba a la gente de la cama, era la señal de que empezaba un nuevo día y había que salir a la calle a buscarse la vida. 

En los años de posguerra la panadería de Ángel Rubí aliviaba el hambre sólo con el olor que destilaban sus chimeneas. Entre aquellas paredes resucitaba la vida cada mañana. En cada kilo de pan iba un trozo de Dios que hacía posible que las familias comieran todos los días por poco que tuvieran en sus casas. “Ángel, deme usted dos bollos de a perrilla que mañana se los pagará mi madre”, le decían los niños.



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