Los pobres con nombre y apellidos

Había familias de pobres que venían de extramuros pidiendo de puerta en puerta

Una familia de pobres en las cuevas de la Chanca próximas al puerto.
Una familia de pobres en las cuevas de la Chanca próximas al puerto. La Nueva España
Eduardo del Pino
15:00 • 20 may. 2019

La pobreza no era una cifra, ni una frase, ni un pensamiento abstracto en la misa de los domingos en la que el cura nos repetía que los pobres eran unos afortunados porque Dios nunca dejaba de tenerlos presentes. 



La  pobreza no estaba solo en las historias de la posguerra que todos escuchábamos en nuestras casas arropados bajo las faldas de la mesa de camilla, ni en los reportajes del tercer mundo que veíamos en el Telediario, ni en las fotografías de los niños de África que nos enseñaban las catequistas cuando nos mandaban a la calle con una hucha amarilla en la mano a pedir para el Domund. Llegaban al colegio y nos daban una lección de humanidad mostrándonos las diapositivas de los niños más pobres de África que apenas veían el agua y olían la comida, y algunos de nosotros, cuando veíamos aquellas imágenes, decíamos en voz baja: “No hay que irse tan lejos para ver niños tan pobres”. 



La pobreza la escuchábamos, la olíamos y nos rozábamos con ella porque formaba parte del pulso diario como una forma más de afrontar la vida. Tenía nombres y apellidos y en algunos casos arrastraba la herencia de una tradición familiar. Casi todos en nuestro barrio, conocíamos a algún pobre de solemnidad. Cerca de mi calle había una mujer, ya anciana, que para sobrevivir se ganaba la vida vendiendo caramelos en un portal. 



Uno de los recuerdos más lejanos que conservo es el de los mendigos que llegaban de extramuros a pedir de puerta en puerta. Venían lo sábados, con sus talegas al hombro y sus viejos carros de madera que iban llenando con todo lo que sobraba en las casas. Mi madre les guardaba el pan duro de la semana y la ropa que se iba quedando pequeña. Cualquier cosa: un espejo roto, una silla coja, un juguete desarmado, podía ser un tesoro para aquellos hidalgos de la pobreza. 



No había ninguna crisis reconocida, ni radiada por las emisoras,ni escrita en las portadas de la prensa, ni difundida por los reportajes de NODO que veíamos en el cine antes de que empezaran las películas. No habíamos oido hablar nunca de recesión, pero había pobres por todos los barrios, aquellos pobres con título de pobres que asumían su pobreza de por vida y la ejercían como una profesión. A veces eran familias enteras las que salían a mendigar: los padres que tiraban del carro, los niños mugrientos vestidos con harapos que pedían y lloraban a la vez, y hasta los perros que traían atados con cuerdas moviendo el rabo agradecidos cuando alguien les daba una limosna.



Para Navidad se organizaban grandes campañas en toda la ciudad, que rodeadas de un efecto propagandístico bien calculado, llevaba comida por los barrios más deprimidos. 



En los años cincuenta, en tiempos de don Ramón Castilla de Gobernador y del Obispo don Alfonso Ródenas, ellos mismos se encargaban de llevar las ayudas por los distritos de la capital y al día siguiente aparecían en las mejores fotos del periódico. La generosidad tenía muy buena prensa y para fomentarla se hacían llamamientos a comerciantes y empresarios de Almería para que hicieran sus aportaciones.



El objetivo más importante en Navidad era que los pobres no se quedaran sin su comida, al menos en Nochebuena, y para ello se iban acumulando grandes cantidades de alimentos que con sus limpias manos distribuían en bolsas las muchachas de la Sección Femenina. Después llegaban los camiones para llevar la comida por los siete distritos en los que se dividía la ciudad. No todos los necesitados tenían derecho a una de aquellas bolsas, para poder aspirar a la comida tenían que formar parte de un padrón de pobres que a lo largo del año se iba elaborando parroquia a parroquia.


Nadie sabía más de pobres que los curas de barrio que eran los que conocían mejor el problema porque tenían que convivir con él a diario. Don Marino, el párroco de San Roque, procuraba que ninguna familia se quedara  sin su ración, y a la vez que la picaresca no hiciera estragos durante el reparto, por lo que colocaba a sus monjas del Amor de Dios a que vigilaran para que ningún pillo pasara dos veces. 


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