La radio hasta para ir al váter

La televisión nos entretenía; la radio nos acompañaba dentro y fuera de las casas

Un grupo de amigas del barrio de la Plaza Pavía cuando era costumbre ir a la playa con un buen equipaje, la radio incluida.
Un grupo de amigas del barrio de la Plaza Pavía cuando era costumbre ir a la playa con un buen equipaje, la radio incluida.
Eduardo del Pino
07:00 • 16 feb. 2019

La televisión nos entretenía cuando por la tarde, después de hacer la tarea, no nos dejaban salir a la calle a jugar. Nos sentábamos en el sofá y allí, sin derecho a expresarnos, nos quedábamos colgados de la pantalla con la boca abierta. 



La tele nos entretenía y nos invitaba a matar el tiempo, mientras que la radio nos acompañaba. A la tele íbamos a buscarla al salón y nos postrábamos a sus pies como si fuera un ídolo. La radio formaba parte de nuestra indumentaria y la llevábamos puesta por todas las habitaciones de la casa. Más de una vez nuestras madres, con toda la razón del mundo,  se quejaban de que no dejábamos el transistor ni para ir al váter. Para nosotros, los que no podíamos vivir sin aquel aparato mágico, no había un lugar más apropiado que el cuarto de baño para escuchar la radio. Sentados en el retrete o metidos en la ducha, la radio nos proporcionaba un estado de bienestar espiritual difícil de explicar.



Cuando en las vísperas de un examen teníamos que recuperar el tiempo perdido y nos pasábamos las tardes enteras con el flexo encendido y los libros abiertos, la radio era nuestra mejor aliada para humanizarnos aquellos malos ratos de obligaciones y desamparo. Encendíamos el aparato y el camino se allanaba de pronto. La radio nos ayudaba a no sentirnos solos cuando nos situábamos frente a ese gran abismo del examen próximo. Cinco minutos de radio nos permitían dejar la mente en blanco para seguir estudiando.



El transistor sustituyó a los solemnes aparatos de radio que presidían los comedores de las casas. Mi madre se lo llevaba por las tardes al patio y lo colocaba en el alféizar de la ventana mientras lavaba la ropa en la pila de piedra. Entonces se escuchaba mucho el consultorio de Elena Francis, que a los niños de entonces nos producía una atracción especial porque algunas de aquellas cartas que  mandaban los oyentes hablaban de amores y de pasiones incontrolables. 



El transistor casi siempre estaba ocupado y en las casas de las familias numerosas había que ponerse a la cola para conseguirlo. El transistor, pequeño y manejable, sonaba en los patios, en los portales, en el váter, en los dormitorios, en la cocina y en los trancos de las puertas de las casas. En Almería se hicieron muy populares los de la marca ‘Iberia’, que venían con una funda de cuero negro  que protegía el aparato. A mi me gustaba, de vez en cuando, quitarle la funda y descubrir el brillo primitivo que aparecía intacto bajo aquel forro de cuero. 



En verano, las playas empezaron a llenarse de transistores y los domingos, en el fútbol, se hizo habitual la imagen del aficionado sentado en la grada con el transistor bien pegado al oído y el cigarrillo de los nervios en los labios. Era emocionante escuchar el pitido del Carrusel anunciando que se acababa de conseguir un gol sin que supiéramos en qué campo se había marcado ni qué equipo lo había conseguido.



Recuerdo aquellos domingos de fútbol cuando de regreso del estadio, en el coche de mi padre íbamos escuchando los marcadores de la  jornada.



Sonaban las voces de los locutores anunciando las boquillas Targar, el anís de la Asturiana y el coñac Soberano y un silencio rotundo, de monasterio, se instalaba en el coche mientras iban dando los resultados. Yo sentía una emoción especial cuando en el repaso de los marcadores de Tercera nombraban a los equipos extremeños, que para mis oídos tenían nombres que invitaban a la aventura: Malpartida,  Castuera, Don Benito, Llerenense...


Hubo una época, allá por los años sesenta, en la que se pusieron de moda los transistores que traían de Melilla. Cuando alguien de nuestra familia o algún vecino se iba en el barco, los encargos más frecuentes eran el cartón de tabaco rubio, la botella de wisky, el queso de bola, el reloj de pulsera y el aparato de radio. Poco a poco, en las casas empezamos a tener varios transistores y así empezamos a evitar las disputas. 


Fue también por ese tiempo, allá por la Transición, cuando descubrimos la modernidad más absoluta en aquellos aparatos que además de radio llevaban incorporados un casete. Qué revolución supuso el invento. Los adolescentes soñábamos con uno de aquellos radio-casetes que nos permitían escuchar la música que nos gustaba sin tener que esperar a que sonara de milagro en la radio. El radio-casete creó una nueva cultura, la de los que se llevaban el artefacto puesto encima del hombro o en la mano como si fuera un bolso y se echaban a  navegar por las calles como discotecas ambulantes.


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