Muchacho: la Marina te llama

Hubo un tiempo en que se puso de moda hacer la Primera Comunión vestido de marinero

En el colegio de los Flechas Navales vestían a los niños de marineros con una imitación del uniforme militar.
En el colegio de los Flechas Navales vestían a los niños de marineros con una imitación del uniforme militar. La Voz
Eduardo D. Vicente
15:02 • 16 oct. 2018

Fue en los años sesenta cuando se puso de moda que los niños hicieran la Primera Comunión vestidos de marineros. Unos iban de blanco con un remate azul que le cubría los hombros y otros llevaban chaqueta de  color azul marino con las mangas llenas de galones.  



La Marina convivía con nosotros en nuestro devenir diario: hasta los niños del colegio de los Flechas Navales iban vestidos de marineros cuando salían a tocar en la banda; hasta en los reclamos publicitarios que veíamos por televisión escuchábamos cantos de sirena referidos a la Armada, como en aquel anuncio que decía: “Muchacho: la Marina te llama”, buscando adolescentes dispuestos a dar los mejores años de su juventud por la patria. El mensaje oficial te ofrecía un mundo idílico, la oportunidad de tu vida para ver mundo, para hacerte un hombre y para conseguir un trabajo seguro.



Muchos de aquellos niños inocentes que se atrevieron a vestirse de marineros el día de su Primera Comunión acabaron odiando el uniforme, la gorra y los zapatos cuando unos años después la suerte, o más bien la mala suerte, los obligó a cumplir el servicio militar en la temida Armada.



Todo empezaba el día en que el cartero nos llevaba una carta certificada en la que nos invitaba a acudir al Ayuntamiento para medirnos. Medirse significaba que uno ya era un hombre y que los días como ciudadano civil estaban contados, que pronto perteneceríamos  a ese ínfimo escalafón de la escala militar que eran los reclutas. Los estrechos de pecho, los que tenían los pies planos, los que padecían más de cinco dioptrías, los hijos de viuda, se transformaban de repente  en unos privilegiados porque se libraban del servicio militar. 



Después de medirnos pasaban unos meses de tregua en los que uno se olvida del futuro, hasta que de nuevo, aparecía el cartero con la carta certificada y el sello del Ministerio de Defensa, citándonos para que acudiéramos al Cuartel para asistir al sorteo. Íbamos al sorteo con el mismo miedo con el que nos enfrentábamos a nuestro primer día de colegio cuando éramos niños. En el sorteo te podía tocar el premio gordo, librarse por exceso de cupo, o la condena más temida, la Infantería de Marina. Había quien tenía enchufe con algún militar y conseguía que su hijo se quedara en el campamento de Viator, pero el resto, la mayoría, los que iban sin padrino, llegaban al sorteo con la sensación del que se va a sentar delante de un tribunal para ser juzgado por un delito que no ha cometido. 



Rezábamos para que no nos tocara la Marina, que era la bola negra del sorteo porque significaba   casi el doble de mili y para que no nos enviaran a Melilla y a Canarias, que aunque después no eran destinos malos, tenían el inconveniente de la distancia. 



El día del sorteo siempre aparecía por el Cuartel algún listo que soltaba la falsa noticia de que este año se iban a librar más de la mitad de los mozos por exceso de cupo, lo que provocaba un sentimiento de euforia que pronto, en el mismo instante que empezaban a salir los números, se transformaba en decepción. 



Muchos de los que caían en la Marina salían llorando del Cuartel. Era el destino maldito. En los años cincuenta hacer la mili en la Marina eran veintiún meses fuera. Después se redujo el periodo de tiempo y se establecieron dieciocho meses, por los quince que se cumplían en tierra. Pero más duro todavía era la Infantería de Marina, de la que corría la leyenda de las maniobras: “Allí se pasan los días pegando barrigazos y haciendo desembarcos”, se decía.


Después volvían a pasar los meses, volvíamos a olvidarnos de nuestra inminente vida militar hasta que otra carta certificada nos informaba de que nuestro tiempo civil se había terminado, que ya teníamos días y hora para recoger el petate. 


Cuando salíamos del Cuartel con el petate sobre el hombro y nuestra ropa de paisano, el mundo se nos caía encima porque nos costaba asumir nuestra nueva condición de ciudadanos. El petate nos delataba ante las miradas de la gente, de los otros hombres que nos miraban con ojos de pena, como diciendo: “no te queda nada”. Unas semanas después llegaba el momento de la partida. Los que iban a La Marina tenían que coger el autobús en la explanada del puerto para ir hasta San Fernando, que es donde estaba el cuartel de instrucción. Los que iban a tierra acudían a la estación para ser embarcados como reses en vagones de tercera donde amontonados recorrían media España. 


Los pobres marineros lo tenían más crudo. Se iban sabiendo que tardarían mucho en volver, que conseguir un permiso sería difícil para el que después del periodo de instrucción fuera destinado a bordo de un barco.  El viaje terminaba en una estación o en el andén de un muelle donde los mozos desembarcaban a los gritos de la Policía Militar que la mayoría de las veces los trataban como si fueran animales. Uno sentía todo el peso de la mili caer sobre el alma cuando recibía las primeras órdenes y sobre todo, cuando un soldado veterano que hacía las veces de peluquero te pasaba la maquinilla por la cabeza hasta dejarte cara de deportado de guerra.



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