Las colonias de los niños de la República

Un amanecer de agosto de 1932 partió la primera con 50 niños que gritaban de emoción

Imagen de Domingo F. Mateos en 1935 en la sierra de María.
Imagen de Domingo F. Mateos en 1935 en la sierra de María. La Voz
Manuel León
12:22 • 01 jul. 2018

Una ilusión recién estrenada prendió en el corazón de los maestros de escuela almerienses con el amanecer de la nueva república, heredera de la del paisano alhameño. Eran docentes que bebían de la fuente laica de la razón, que nunca habían creído en la España de cerrado y sacristía y que veían con emoción el día en el que pudieran enseñar en los colegios, en la Escuela de Artes o en el Instituto sin un crucifijo clavado en la pared.




La República trajo entonces a las escuelas de Almería -ya sin el paternalismo del rey en su trono- el soplo de la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos y los maestros se pusieron manos a la obra para cambiar la provincia bajo la brújula de la educación y la cultura: se arreglaron las clases, se adecentaron pupitres, se crearon bibliotecas, cantinas y roperos para niños pobres. Y en una suerte de doméstica revolución escolar se creó la institución de Asistencia Social. Fue como si de pronto Almería cayera en la cuenta de que el futuro de la provincia estaba en los niños, en los hombres del mañana: se abrieron comedores sociales, los maestros acudían a los barrios más humildes a escolarizar a todos los muchachos y se duplicó la nómina de profesores rurales.




Una de las providencias que trajo consigo ese nuevo viento fraternal en las escuelas fue el de las colonias escolares: sacar a los alumnos de lo muros del colegio y llevarlos a aprender de la propia naturaleza, en un ambiente de compañerismo y vida sana. Hasta entonces, solo las fiestas del árbol habían servido para que los colegiales tomasen conciencia con sus profesores de la vida campestre y pastoril.




Fue en el verano de 1932, cuando esos extraordinarios maestros de la República -de la estirpe de Machado, de Fernando de los Ríos, de Unamuno- organizaron las primeras colonias escolares de la provincia, una tradición forjada en Suiza a finales del siglo XIX y que corrientes filosóficas como el naturalismo habían ido chapoteando por el resto de la Europa ilustrada.




Un amanecer de agosto de ese año, una grey de cincuenta niños y niñas de todas las clases sociales emprendieron marcha en Alsina rumbo a la lejana Laujar de Villaespesa. La marcha estaba encabezada por el alcalde Antonio Oliveros Ruiz , por José Zambrano, como director de la colonia y por Carmen Higueras, la inspectora de Primera Enseñanza que dejaría huella en las aulas de la ciudad, con la aureola de una Celia Viñas de los años 30. Salieron desde la calle Blasco Ibáñez (hoy Obispo Orberá y atravesaron la ciudad a través de la calle Granada, con los niños empapando de vaho los cristales, con esa alegría inigualable al comienzo de un viaje que solo se siente cuando uno es niño, cuando aún no hay trazos de amargura en el corazón.




Tras el griterío ensordecedor de los infantes en el autobús despidiendo a los familiares iba el coche del alcalde con el jefe de la sección de primera enseñanza, Bernardino Gallardo y el oficial Eduardo Roquero. Como maestros de la colonia viajaban Rafael Plaza, Mercedes Plaza, Natalia Sarabia, Miguel Hernández Cerrá, el médico José Ramón Campoy y las cocineras y camareras Guadalupe, Carmencita y Marichuela.




Entre la nómina de esa primera colonia escolar -algunos de ellos aún con vida- figuraban niños seleccionados entre ocho y doce años como Manuel López Ortega, Joaquín López Saldaña, Carlos Vergara Campos, Enrique Cid Muñoz, María Hernández Dionis, Eloisa Sánchez Rodríguez, Josefa Marín Aguila, Catalina Viúdez Luzón, Amparo Morillas García, Juan Escoz Espinosa y Rosario Vizcaino.




iban todos vestidos y calzados iguales, con trajes confeccionados en los talleres de costura de Asistencia Social en la calle Primero de Mayo.


Los maestros lucharon y consiguieron que fuera una convivencia mixta, de niños y niñas, alejada de la moral católica imperante hasta entonces, y que hubiera una parte de niños colonos seleccionado con asistencia gratuita, de familias humildes, con estancia sufragada por Asistencia Social. Y otra parte  de familias pudientes con asistencia pagada por sus padres.


Algunos de ellos pudieron disfrutar por primera vez en su vida de opíparos desayunos compuestos por tazones de leche, maicena, bollos y pan untado en miel en el comedor dispuesto en un enorme local municipal junto a la estancia para las literas donde pernoctaba también como mascota un corderito de blancos vellones.


Tras el éxito de ese primer año, hubo otra colonia en Tices, a las que se incorporó como director Nicolás Fernández y los maestros Ropero y Josefina Cañizares.


Los colonos hacían diarias excursiones mañaneras, almorzaban arroz con conejo, aprendían a lavarse los dientes en el arroyo de Fuente Agria con cepillo y perborato y escribían el ‘Diario de los hechos del día’. Por la tarde hacían sonar un gramófono y cantaban canciones o escuchaban cuentos en voz de doña Carmen debajo de un olivo.

Hubo otras colonias en María y Los Vélez durante esos veranos republicanos, tras los que los niños volvían robustos como robles, después de un mes de aire puro, hasta que la Guerra acabó -como con tanta cosas- también con aquellas emocionantes colonias republicanas.


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