Las películas de Bruce Lee y el boxeo

En los años 70 la fiebre del boxeo se extendió por un sector de la juventud almeriense

Las naves de la Térmica vieja en la Avenida de Cabo de Gata. En la foto, el periodista Diego García con el entrenador Antonio González.
Las naves de la Térmica vieja en la Avenida de Cabo de Gata. En la foto, el periodista Diego García con el entrenador Antonio González. La Voz
Eduardo D. Vicente
23:44 • 15 may. 2018

Fue en los primeros años setenta cuando con los primeros soplos de la Transición que estaba por venir se extendió entre los adolescentes de barrio la fiebre por imitar a algunos héroes del cine que practicaban artes marciales repartiendo patadas y golpes a diestro y siniestro. Aquella afición a darse tortas encontró un terreno abonado en los jóvenes de los barrios más humildes, carne de calle, de andamio  y de futbolines, que de la noche a la mañana se convirtieron en aspirantes a luchadores.



Uno de los detonantes de aquella tormenta, además de la serie televisiva de la noche de los sábados ‘Kung fu’, fue la llegada a los cines de las películas de Bruce Lee, aquel luchador de origen chino que era capaz de derribar a una docena de enemigos a fuerza de golpes y patadas. 



El estreno de la película ‘Furia Oriental’, en el verano de 1974, marcó una época en Almería. Miles de adolescentes pasaron por el cine Roma para presenciar aquel prodigio de la naturaleza, aquel dios que derribaba muros con el canto de las manos. Si años después la película ‘Grease’ llenó de Travoltas las calles, las hazañas de Bruce Lee parieron un tipo de héroe completamente distinto: el peleante con pinta de matón. 



Los estrenos que vinieron después, todos seguidos, de ‘Kárate a muerte en Bangkov’, ‘Operación Dragón’ y ‘El furor del dragón’, siguieron aumentando esa vocación juvenil por imitar al luchador chino de las películas. En todos los barrios conocíamos a alguien que quería ser como Bruce Lee, que de pronto se apuntó en un gimnasio, que un día apareció con cara de chino y haciendo demostraciones de habilidad con aquella arma que los especialistas llamaban ‘nunchaku’, que en esencia era algo tan simple como dos palos unidos por una cadena. 



Cuando en nuestra calle uno de aquellos aspirantes a héroe soltaba cuatro patadas al aire y hacía cuatro gestos con la cara y las manos, siempre había alguno que pronunciaba aquella expresión como de desprecio, tan utilizada en la época, que decía: “adiós, Bruce Lee”. Que a un aficionado a luchador le dijeran “adiós Bruce Lee” era una señal de desconsideración, como decirle ¿De qué vas?, o aquella otra frase desdeñosa que decía “no te enrolles, Charles Boyer”, tan usada con los pesados.



Los Bruce Lee de nuestros barrios solían andar descamisados mostrando sus músculos y aprovechaban cualquier reunión en los trancos o en la puerta de unos futbolines para hacer una demostración de los últimos golpes que habían aprendido. No solo daban patadas y golpes de kárate, sino que a la vez emitían extraños sonidos por la boca que también habían aprendido de las películas orientales. 



Nuestros Bruce Lee callejeros tuvieron poco recorrido y nunca llegaron a rozar la gloria que sí tuvieron muchos jóvenes almerienses de aquella generación que quisieron ser héroes peleando en un ring. Si el Kung fu fue una moda pasajera, el boxeo marcó una época de verdad y en los años setenta llegó a ser uno de los deportes estrella entre la juventud almeriense.  



Todos teníamos en nuestro barrio a algún vecino que atraído por la fiebre pugilística de entonces, le había dado por el boxeo. La mayoría respondía a un mismo estereotipo: eran jóvenes que desde niños destacaban en las pandillas por su valentía, por su atrevimiento, por no rehuir una pelea, por pasar más horas en la calle que en el colegio, por manejar el lícito sueño de triunfar en el deporte y encontrar la salida que difícilmente les iba a dar la vida. Ser boxeador les concedía una posición privilegiada en la pirámide social de los jóvenes del barrio y algunos llegaban a alcanzar los honores de héroes locales en aquel mundo de colegas, futbolines y máquinas tragaperras. 


Por las tardes los veíamos correr por los cerros de La Chanca y por San Cristóbal, con la cabeza cubierta si hacía frío, lanzando puñetazos al aire y haciendo ruidos extraños con la respiración. En el invierno, solían llevar aquellos chandals estrechos que se pusieron de moda en los setenta, con que corrían por la soledad de la playa.


A veces, los niños nos íbamos hasta la Nave Municipal, al recinto conocido como la Térmica Vieja, que se convirtió en un pabellón de boxeo. Era una nave rudimentaria que estaba en la Avenida de Cabo de Gata, en el mismo solar que el Parque de Incendios. Allí montaron un cuadrilátero donde se realizaban los entrenamientos diarios y donde los fines de semana se organizaban grandes veladas.


El olor del linimento, el aroma del sudor de los cuerpos dispuestos para la pelea, el perfume de la sangre que no tardaba en aparecer en alguna nariz, elevaban aquel humilde recinto a la categoría de templo donde se adoraba la fuerza y se rendía culto a la valentía en busca de la fama.



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