El superviviente de la calle Mariana

El estanco ha sido el único negocio de la calle de Mariana que sigue abierto después de los años de crisis económica.

José Luis Alcaraz, el estanquero que ha sabido aguantar el chaparrón y reconvertir su estanco en un pequeño bazar.
José Luis Alcaraz, el estanquero que ha sabido aguantar el chaparrón y reconvertir su estanco en un pequeño bazar.
Eduardo D. Vicente
22:27 • 13 may. 2017

En el estanco de la calle de Mariana todavía se vende tabaco. Las cajetillas, que hace cuarenta años eran un aliciente para los niños por su colorido y por la espectacularidad de sus portadas, parecen ahora la camilla de un quirófano. Las fotografías de primeros planos de tumores malignos adornan los paquetes como si fueran la antesala de la muerte. Hay que tener mucha adicción para aguantar el trago.




José Luis Alcaraz, el propietario del estanco, reconoce  que las campañas contra el tabaco le han mermado el negocio, que no vende ni la mitad de las cajetillas que vendía hace veinte años. “Hoy sería complicado intentar vivir sólo con la venta de tabaco”, asegura.




Cuando él empezó, allá por los años ochenta, tras heredar el negocio de su abuela y de su padre, fumar tenía cierto prestigio social y era raro encontrarse con un hombre de más de dieciocho años que no fumara. No había tanta información sobre los riesgos del tabaco y el que tenía un estanco tenía asegurado el porvenir. En aquel tiempo vendía hasta cigarrillos sueltos, cuando a la hora del instituto los estudiantes pasaban con un duro en el bolsillo para comprarse el cigarro para el recreo.




La realidad ha cambiado tanto que los estanqueros se están teniendo que reconvertir a marchas forzadas.  En el caso de José Luis Alcaraz, su estanco se ha transformado en un pequeño bazar donde lo mismo te puedes comprar una bolsa de patatas fritas o una botella de vino de la tierra, que recargar el teléfono móvil o hacer una fotocopia del carnet de identidad. “Tienes  que tener un poco de todo porque cada vez hay menos fumadores. Si un cliente llega para echar la Primitiva o a recargar el móvil, si le ofreces algo más le das  otro argumento para entrar cuando pase por la puerta”, comenta el estanquero.




Ahora, lo que más despacha son los asuntos relacionados con el juego. Hay días y momentos en los que se llegan a formar colas delante de la máquina de los juegos de azar. Los sorteos de la Primitiva, la Bonoloto, el Euromillón captan a cientos de clientes que a diario pasan por el estanco para ponerse al día. “No es un producto que te dé grandes beneficios, pero hay que tenerlo porque da pie a que el cliente se convierta en parroquiano y se lleve algo más”, asegura.
José Luis Alcaraz sobrevive en un estanco que se ha convertido ya en historia. El lugar que ocupa actualmente, frente a las escalerillas que bajan desde los soportales de la Plaza Vieja, es su segundo emplazamiento. Cuando el negocio echó a caminar, en el año 1940, ocupaba un local en la acera de enfrente, entre el portal del zapatero Manolo Salinas y el habitáculo donde años después instalaron la heladería de Adolfo.




Hoy, el estanco de la calle de Mariana es el único establecimiento que ha sobrevivido a la crisis de los últimos años y al imparable deterioro de una calle que en otro tiempo llegó a ser tan importante a nivel comercial que se convirtió en la prolongación de la calle de las Tiendas. “Cuando yo empecé en el estanco, hace más de treinta años, todos los locales estaban ocupados por negocios. Ahora estoy yo solo”, comenta, dos semanas después de que cerraran la sucursal de Cajamar que hacía esquina con la calle de Jovellanos. En toda la calle ya no queda otro comercio que el estanco y la puerta secundaria del bar Bahía de Palma.




El estanquero recuerda que cuando era niño y acudía al estanco a echarle una mano a sus padres, la calle era un auténtico zoco hasta el anochecer, cuando el Ayuntamiento funcionaba a toda máquina en la Plaza Vieja, cuando el lugar era una de las arterías comerciales de la ciudad. Entonces era difícil encontrar entonces un local vació en la calle de Mariana. Había negocios de todo tipo: el estanco de la familia Alcaraz; la sastrería de Solbas, donde vendían las americanas a plazos; la joyería Platino, de Arcadio Sánchez, con sus escaparates llenos de oro y de relojes; la academia de costura donde iban las muchachas a aprender a manejar las máquinas de coser; la casa del Sindicato de la Aguja, donde doña Carmen Góngora y sus alumnas retocaban las túnicas para Semana Santa y repasaban los mantos de la Virgen; la tienda de confecciones de Matías Ruiz; la panadería de Carolina Montes; el bar El Paso, que se comunicaba a través de una puerta con la churrería que todas las mañanas perfumaba la calle con el olor espeso del aceite hirviendo y la harina; la confitería La Flor y Nata de Ángel Berenguel Santisteban, y la incomparable heladería de Adolfo, templo de los niños del barrio.




Todos fueron cerrando y los que llegaron nuevos tuvieron que irse cuando empezó el deterioro de una calle que hoy parece más un pasadizo medio desierto.
 



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