El dueño de un cortijo de leyenda

Los relatos de Andersen incendiaron el espíritu aventurero de Hermann Fischer

Hermann Friedrich Fischer construyó Villa Cecilia a principios del pasado siglo.
Hermann Friedrich Fischer construyó Villa Cecilia a principios del pasado siglo.
Manuel León
12:08 • 15 ene. 2017

Entre la historia y la leyenda brota -por primera vez en un medio impreso- el rostro de un mito de Almería; emergen los ojos estremecedores, la barba recortada a la souvarow de una ensoñación que ha sobrevolado la memoria colectiva de una ciudad durante un centenar de años.




Él es -con el gabán abrochado, con el corbatín bruñido- en el otoño de su vida, Hermann Friedrich Fischer Drew, el dueño del Cortijo, el patrón de Villa Cecilia, ese caserón tremebundo que mandó construir en el Cerro de las Cruces a principios del pasado siglo y que aún pasma por su inmensidad cuando se circula Rambla arriba.




La vida y obra de este comerciante danés, de este empresario frutero, de este cónsul de siete países, que vivió 40 años en Almería, está llena de incógnitas y misterios que ni sus propios descendientes han podido desentrañar hasta ahora.
Lo que sí fue Fischer, porque así quedó recogido por distintos testimonios escritos, es uno de los grandes exportadores de la Almería uvera, un arriesgado capitalista que abrió nuevas rutas comerciales para la grape de Ohanes, fletando sus propios barcos, y un gran patricio que colaboró en nobles causas filantrópicas en la provincia que lo acogió.




Pero cómo apareció un jovenzuelo danés por la reseca Almería del esparto y las legañas en unos tiempos tan remotos. La explicación romántica que apunta Peter, uno de sus bisnietos, es que Fischer era un gran lector en su juventud y se encandiló con los relatos de su compatriota Christian Andersen sobre su viaje a España y en especial con la descripción que hacía de la ciudad de Málaga, donde aseguraba que llegó a ver fondeados en su rada más de veinte veleros daneses.




Eso incendió el ánimo aventurero de Hermann que se había criado en una acomodada familia de comerciantes daneses de la madera formada por 14 hijos que necesitaba expansionar sus redes comerciales.




Aunque los Fischer tenían su residencia en la ciudad danesa (hoy alemana) de Lübek, el pequeño Hermann había nacido circunstancialmente en la ciudad alemana de Swisttal, en la región de Renania del norte, en 1848.  En 1872 pidió emancipación y herencia a su padre y llegó a Málaga con su hermano Alejandro que murió unos años más tarde y fue nombrado cónsul de Dinamarca y consecutivamente también de Rusia, Italia, Alemania y Francia por sus conocimientos de idiomas.




  En Málaga vendía madera y exportaba productos del país como el aceite de oliva y acudía con frecuencia a Almería a comprar uva a los productores locales. Vio que en esta plaza, más virgen que la malagueña para el comercio, se le podían abrir nuevas oportunidades al haber menos competencia, aunque ya operaban con pleno dominio los Spencer y Roda desde 1852.




En 1875 hizo los bártulos y se trasladó con la familia a la marinera Almería. Abrió establecimiento con un socio apellidado Lluch en el Paseo de San Luis, 4 donde vendía cuerdas de abacá, calamentos, bacalao noruego y sales granuladas para el campo. Empezó a fletar barcos a San Petersburgo con el vientre cargado de barriles.


Fue prosperando y abrió un nuevo negocio en la calle Almedina, 31, donde ya operaba en solitario y lo amplió con otro almacén de barrilería en la Rambla Maromeros. Fue nombrado vicecónsul de Dinamarca y años más tarde de Noruega, Suecia y EEUU.  Uno de sus peores momentos fue cuando estalló la Guerra de Cuba en 1898 y fue objeto de las iras locales por su antigua vinculación al consulado norteamericano y recibió pedradas en las puertas y ventanas de su casa.
Fue un capítulo pasajero de su vida almeriense, porque con los años fue granjeándose la simpatía de los notables locales y alternaba en el Círculo Mercantil con otros consignatarios, diplomáticos y empresarios como Manuel Berjón, José Granados Ferre, Ricardo Montejo, Camilo Bilange, Eduardo Pérez Ibáñez, Miguel Gallardo, Walter Mac Luhan, Rodolfo Lussnigg o el ingeniero del Puerto, Francisco Cervantes, con los que compartía también palco en los toros.
Ya había fallecido en 1883 su mujer Cecilie Winslow, el amor de su vida, con solo 28 años dejándole viudo y con dos hijos, Hermann y Willians. Antes se le murieron también dos niños en edad infantil y una bebé, que están enterrados, como él mismo y toda su prole, en el Cementerio Británico de la capital.


A pesar de la tristeza y de que nunca volvió a ser el mismo por la pérdida, Hermann fue prosperando y compró 14 hectáreas de terreno en los confines de la ciudad, donde levantó una mansión, Villa Cecilia, y la consagró a su esposa muerta, con detalles como los capiteles donde esculpió su joven rostro. Fischer puso allí parrales de uva blanca e hizo un bucólico jardín alumbrado de limoneros y árboles exóticos cuyas semillas hizo traer desde su ciudad natal. No se conoce quién fue el arquitecto de ese enorme palacete y por qué no aprovechó la sapiencia de los almerienses Trinidad Cuartara o López Rull. Lo cierto es que en ese caserón, que aún hoy sobrevive y que tantas historias guarda, le sirvió de morada a él y a sus dos hijos, junto a Inga Gündel, un ama de llaves que hizo traer de su tierra natal y de la que, con los años se enamoraron el padre y los dos hijos.


Hermann adquirió también otra hacienda, Las Mascaranas, que hoy es el Ayuntamiento de Huércal de Almería y que sirvió de cárcel durante la Guerra Civil.


Fischer, el gran Fischer, murió aquejado de arteriosclerosis en 1918 en la finca dedicada a su amada mujer y, con los años todo ese imperio de exportación que fue fraguando, se vino abajo en los turbulentos años 30 y durante la Guerra Civil. En 1945, sus herederos vendieron la casa al Estado, pero su espíritu legendario aún flota en la ciudad donde se enriqueció, disfrutó y sufrió y donde están enterrados sus huesos.
 



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