De los padres y la escuela de ayer

Te educaban los padres, los maestros y los curas bajo unas estrictas normas de disciplina

Una de las clases  del histórico colegio de San José a finales de los años sesenta.
Una de las clases del histórico colegio de San José a finales de los años sesenta.
Eduardo del Pino
15:00 • 13 ene. 2017

La educación era tan distinta hace cincuenta años que cuando llegábamos a la escuela, casi siempre a los cinco años de edad, ya íbamos con una lección aprendida: el maestro era incuestionable, siempre llevaba la razón. Recibíamos una instrucción que empezaba en nuestras casas, donde se partía de la disciplina que después se prolongaba de forma innegociable en el colegio. La autoridad era un principio básico y crecíamos sabiendo que teníamos que seguir unas normas, ya que de lo contrario nos arriesgábamos a un castigo ejemplar que a veces lo recibíamos en forma de azotes. Las madres nos pegaban con la zapatilla, o nos amenazaban con ella, mientras que los padres eran más directos, más rotundos, y si tenían que darnos una patada en el trasero nos la daban. Cuando mi amigo Ramón Ortiz Gómez, vecino de la Plaza Granero, se comió medio jamón de la despensa de su casa, su padre, don Máximo, coronel del ejército, le dio un derechazo que el niño comprendió enseguida sin necesidad de más explicaciones que aquello no podía volver a repetirse.

Llegábamos al colegio sabiendo donde íbamos y asumiendo que el mismo respeto que le debíamos a nuestros padres se lo teníamos que tener a los maestros, que eran la prolongación de la autoridad paterna lejos del hogar. Había colegios donde esta máxima se llevaba a rajatabla, con tanta crudeza que siempre había un profesor o un director al que le temíamos más que a una vara verde.

Cuando entraba el maestro a clase no se oía ni una mosca y las lecciones había que aprendérselas de verdad. “A ver niño, dime donde nace el Duero”, y había que aprenderse donde nacía, por donde pasaba y donde moría el Duero, porque si fallabas ya sabías que te exponías al juicio de la vara de madera. En ese instante en que uno estiraba el brazo, abría lentamente la mano, mientras iba cerrando los ojos, en ese instante en que el maestro iniciaba el movimiento del brazo, cogiendo impulso y con cara de mala leche, en esos segundos estaban encerrados todos los tratados de pedagogía de la historia. 

Y había colaboración dentro del aula. Aquel era un aprendizaje conjunto, recíproco. Cuando el maestro tenía que ausentarse unos minutos, media  clase levantaba la mano diciendo: “¿Apunto?”. Y el apuntador se sentaba en la silla del maestro y por unos minutos se le pegaba la mala leche del profesor y llegaba a pensar que realmente él era la autoridad. Entonces fue cuando escuché por primera vez una frase que es una verdad incuestionable: “Si a un tonto le pones una gorra y le dejas un palo se cree capitán general”. Y el improvisado maestro, que casi siempre era el empollón, el que nunca jugaba al fútbol, el que nunca se olvidaba de hacer la tarea, llenaba la pizarra con los nombres de aquellos que se atrevían a hablar en ausencia del profesor.  Y luego, cuando llegaba el pedagogo, no tardaba en impartir justicia con la vara de madera. 

En Almería tuvo mucha fama la vara de don Gonzalo Rodríguez, notario de la Curia e ilustre profesor de Geografía del Diocesano. Bautizó a la temida palmeta con el nombre de ‘la milagrosa’, sin duda porque era capaz de obrar verdaderos milagros cuando entraba en acción: al torpe lo hacía discreto y al follonero más aduaz lo transformaba en un santo varón. Cuando el bueno de don Gonzalo se cabreaba tenía una frase muy recurrida que decía: “Cerrar la puerta y abrir las ventanas que se van a escuchar las hostias en el colegio de las Adoratrices”. En las Adoratrices no sé si llegaban a escucharse, pero en la Plaza de la Catedral sí, y los que estábamos por allí jugando en ese momento decíamos: “Ya está don Gonzalo repartiendo”.

Por el colegio de San José de la calle de la Reina pasaron varios maestros de la vieja escuela, de los que practicaban el arte de la vara y la disciplina sin contemplaciones. El propio director, don Rafael López Lafuente, no se lo pensaba dos veces cuando le llevaban al despacho a un infractor. 

Y los curas?. Los curas también te educaban. Por si no tenías bastante con tu padre y con el maestro, cuando pasabas por la Catedral te enganchaba don Juan López, que como era el archivero nos tenía fichados a todos y llevaba la lista de nuestros pecados. ¿Dónde te metes que no vienes ni los domingos nos decía? Y mientras te hacía la pregunta te cogía de la patilla y empezaba a tirar con tanta fe que me la transmitía a mí y en esos momentos yo me acordaba de “todos sus dioses”, utilizando una expresión que era propia de aquellos tiempos. 

A los niños de mi barrio don Juan López nos causaba demasiado respeto. Nos gustaba más don Francisco Sánchez Egea, el curilla jorobado que deambulaba como un fantasma por las tinieblas de las capillas de la Catedral. Era un santo, tan tímido, tan poca cosa que cuando se ponía la casulla blanca sobre la sotana le decíamos: “Don Francisco, en vez de a dar misa parece que va usted a hacer la primera comunión”.











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