Antonio Rueda: se nos va uno de los grandes de la restauración almeriense

José Ramón Martínez. Periodista.

Antonio Rueda Andújar

En su casa, y acompañado de su mujer e hijos, nos dejaba el sábado pasado Antonio Rueda Andújar. Aunque se dice que uno nace y muere solo, Antonio estuvo siempre y en todos los momentos de su vida rodeado por los suyos. El amor a su familia y a su mujer y compañera Lola era un sentimiento tan profundo y fuerte que a todos nos impregnaba. Y es que, aunque vivamos en sociedades muy materialistas, el amor sigue presente y sigue moviendo a la humanidad y para Antonio era el centro de su vida, como lo es para tantos. 


No extraña que, con esta personalidad, el luto en el sector de la restauración almeriense por la pérdida de un maestro, de un amigo, casi un padre fuera tan sentido. Antonio Rueda era la persona que mejor encarnaba la filosofía del buen comer unido a un entorno agradable y humano alrededor de la mesa. No se trata solo de comer bien, decía, sino también de estar a gusto y eso requiere una empatía especial de unos y otros. Mi imagen grabada sobre su persona, y de la que estoy seguro muchos coincidirán conmigo, es la de su media sonrisa, su mirada de complicidad y, sobre todo, su palabra de afecto, de reconocimiento del otro, lo que más dignifica al ser humano. Aunque parezca imposible, Antonio era querido casi de forma unánime. 


Algunos lo definirían como un Señor, así, en mayúsculas, como describía de forma magistral el escritor Josep Pla refiriéndose a la buena gente, a la gente ilustrada y bondadosa. Y es que cuando te preguntan por Fulanito y la respuesta es: «¿Ese? ¡Ese es un señor!», con eso está dicho todo. Antonio, sin lugar a duda, era un señor, una persona entrañable, pero no pocos veíamos en él nuestro ADN almeriense, el que nos dejaron nuestros abuelos, nuestros padres, el de la gente humilde y sencilla; sabía disfrutar de la vida y también luchar por salir adelante. La cultura de la queja todavía no había llegado a su generación. Se puede decir de Antonio que reunía todas las características del prototipo identitario almeriense o del «almeriensismo» como algunos lo llaman. Una identidad abierta, forjada en la gente del campo, que terminaría trasladándose a la ciudad, y que ha dejado su huella por todos los rincones donde se ha asentado nuestra emigración. En Barcelona, por poner un ejemplo, decir que eras de Almería abría puertas. 


El señor Rueda, como le conocían en algunos lugares, o don Antonio, como se le decía en otros, era uno de nuestros grandes comerciales de vinos, y se había recorrido toda España, de norte a sur y de este a oeste; las bodegas eran su patria y las gentes su familia. Y le importaba más compartir con sus clientes y amigos una buena botella de vino más que las ventas que pudiera hacer. No sorprendió que, en un primer momento, algunos bodegueros ilustres propusieran fletar un avión para decirle el último adiós, aunque fuera más simbólico que posible. El afecto que producía era enorme. Jamás le escuché una crítica ácida o agresiva contra nadie, ni de derechas ni de izquierdas ni nacionalistas. Almería y las Españas se juntaban con el vino como pretexto. Quizás sea una lección humilde de fraternidad y hermandad de unos y otros. La figura del comercial, porque Antonio era un comercial, volvía a redimensionarse como los auténticos embajadores de la paz y la convivencia, como los forjadores de la amistad, con cientos y miles de trabajadores detrás. Algunos dirán que este país lo han construido, y unido, los comerciales. Los primeros en llegar fueron los catalanes, después vascos, murcianos, valencianos, castellanos, extremeños… y ese espíritu lo ha impregnado todo.


En su entierro, muchos ni pudieron asistir, vimos a lo mejor de nuestra cocina autóctona, la tradicional de toda la vida, la cocina de la abuela, la de la fritaílla, la de la ensaladilla rusa, los boquerones, los salmonetes, el trigo, la berza, los gurullos… y junto a ella la cocina moderna que lideran un grupo de jóvenes treintañeros y que el mismísimo Ferran Adrià aplaudiría con devoción. En todos se veía la cara de enorme tristeza, se les había ido uno de los suyos, un cómplice especial que valoraba su trabajo y esfuerzo como nadie. Y se ha ido, como no podía ser de otra manera, sin llamar la atención, sin titulares, con educación, con una sonrisa siempre. Aunque su huella no nos abandone. 

¡Adiós, amigo!