Adiós a Juana la Tinta

Manuel León

Juana Cortés Fernández

  • La Voz

Seguro que si levantara la cabeza de nuevo se llevaría un susto: “¡Mira nene, qué hago yo retratada en el periódico!” Juana Cortés Fernández la Tinta (1926-2021), mote que recibió de su esposo Luis el Tinto, se acaba de ir con  94 añadas en su cama de la vieja Garrucha, la que menos se  ve, la que está detrás de todo: detrás del Malecón, detrás de los expositores de marisco y de las vajillas de La Cartuja, detrás de los parterres por donde pasean los veraneantes ahora desaparecidos, detrás de la parte primorosa de Garrucha conocida por todos, llena de columpios, de palmeras y de aroma a Jijonenca


Ella, Juana, como los suyos, era de atrás, de donde aún se sacan sillas y transistores a la puerta para jugar a la baraja, de esas casas festoneadas de manises andaluces y cancelas de rejería; era de La  Cimbra, que es como una Chanca garruchera, llena de colores en la ropa secándose  al sol y en las fachadas; esa Cimbra o cueva donde empezó Garrucha, donde familia enteras de gitanos desde finales del siglo XIX se fueron cobijando al amparo de la bóveda del humeral que  serpenteaba como un reptil desde la fundición de mineral de San Jacinto hasta el monte calvario, donde se yergue la chimenea que aún se conserva como vigía del pueblo. Allí nació Juana, en una de esas cuevas, en la época del charlestón y en ese mismo lugar ha muerto, en una casa ya como Dios manda, tras toda una vida de lucha por sacar adelante una familia de ocho hijos de la que han brotado  35 nietos y dos tataranietos, como una de las matriarcas gitanas más fecundas del pueblo. Se ha venido a morir Juana el Día de la Mujer, esa fecha que institucionalizó la ONU en 1975, cuando ya llevaba la Tinta muchos calcetines zurcidos, muchos kilos de papas pelados. 


Su madre era Carmen Plácida y a su padre le decían Luis el Mocho, pescador de traíña, el que llevaba el bote lucero para atraer el cardumen. Su esposo era también pescador, embarcado en el Mortero, el José y Luisa, en El Cimbra, y cuando traía algo de jurel o caballa, Juana agarraba el cesto de mimbre y se iba al campo de La Jara a trocarlo por unos huevos o un celemín de harina para que comieran sus hijos. Su marido se empleó después en el Ayuntamiento como encargado para asear el Malecón y baldearlo los veranos con la manguera. Juana fue en 1967 una de las primeras empleadas de Rossell en el Hostal Costablanca, donde puso la primera piedra del imperio Senator. Y no solo cocinaba zarzuelas de pescado y fregaba, sino que también bailaba por Lola Flores -con su clavel rojo en el pelo y sus labios pintados- para esos primeros alemanes que vinieron a Garrucha desde Murcia, cuando aún no había aeropuerto en Almería. Después trabajó en el Hotel Delfín, de Alfonso Martínez de Guevara. 


La Tinta y el Tinto tenían más repertorio: compraron a Ginés Soto Cegarra una de las primeras televisiones del pueblo, una Olympia, que sacaban a la puerta y cobraban una peseta  a los vecinos por cada sesión. También tuvieron el primer colchón Flex del barrio, que les subió en un carro Pepe el Técnico y que  fueron pagando a plazos durante un año. Había que ver a Juana aquella mañana de 2005 cuando tocó el Gordo de la  lotería en La Cimbra, rodeada de sus hijos, entre guitarras y botellas de Anís del Mono, con sus arrugas del tiempo y su delantal, haciendo palmas como en sus mejores tiempos. DEP La Tinta.