El viejo hilero de La Chanca

Manuel León

Francisco Rodríguez Arcos

  • Manuel León

Paco el Hilero pasó por la vida sin hacer mucho ruido, menos aún que esa ruesca en la que se dejó media vida haciendo hilatura para la industria pesquera de Almería. Paco, que se acaba de ir, no figurará nunca en ningún libro de hijos ilustres de Almería, pero su aportación al gremio de la mar, a la modernización de las artes de pesca con su pequeña industria portuaria fue crucial para el progreso de un sector basado hasta hace unas décadas en rudimentarios mecanismos de funcionamiento.


Paco ha pasado los últimos años de su vida en una vivienda del antiguo polígono de La Celulosa. Era habitual verlo tomando café en el Jaya o por los pasillos del Mercadona comprando cebollas o naranjas. Todos lo conocían ya. “Cómo vas Paco”, “bien, bien, yo siempre voy  como una moto”, contestaba.


Pero, aunque te empeñaras, ese no era tu paisaje, Paco. Tu eras hijo de Pescadería y te criaste junto a los esquimos donde se curaban los boquerones y las planicies donde hombres tostados remendaban los trasmallos, junto a los tinteros de las traíñas y los talleres de barrilería, donde aparecían los hileros, con el manojo de cáñamo anudado a la cintura y una rueda girando al ritmo de la vida. Todo ese paisaje de oficios más antiguos que la tana fue configurando durante siglos el alma de La Chanca Pescadería, en esos pasajes que aún conservan el sabor marinero de su nomenclatura: la calle Remo, Potera, Anzuelo, Jábega, Mamparra o Capitana.


En esta última travesía, a la que el Cerro de las Mellizas hace de visera, fue donde se estableció su padre, Francisco Rodríguez Amat, un artista de la hiladura llegado de Balerma con veinte años, con su mujer Amalia Arcos, buscando una vida mejor. Había aprendido el oficio de su padre Pedro, frente al mar bravío balermero y ahora se disponía a ganarse un hueco en ese atávico barrio fabricando hilos y cuerdas para la flota de la bahía milenaria.


En esa calle, entre la Plaza Moscú y las Cuevas de San Roque, entre traperías y chatarrerías como la de Juan Martínez, nació en 1932, Francisco Rodríguez Arcos. Y allí se crió, aprendiendo el oficio, entre un vecindario humilde que alistaba palangres en los soportales y engordaba gallinas en los patios traseros; allí fue instruyéndose en el arte del cáñamo -como El Médico de Noah Gordon en el de la cirugía- mientras las mocitas pasaban a por agua con los cántaros de arcilla en la cintura y de las Casas de Ángel llegaba el rumor de las porfías mañaneras. 


La estampa que contemplaban todos los días los chanqueños en la puerta de los hileros era la misma: las tres ruedas de madera de pino, ungidas con aceite de linaza, haciendo girar la fibra y Paco y su padre con la gorrilla calada, con el cáñamo amarrado, andando hacía atrás, con un trapo húmedo mojando la cuerda, haciendo el milagro de transformar la fibra en hilo de hasta 120 metros para barcos como El Marisol, el Joven Juan o La Marrana propiedad de armadores legendario como Javier Fernández, Domingo Cara o Antonio Ramírez El Ravío.  


Paco creció, montó su propia empresa de hilados. Vendía malletas, paños de red, cable para las puertas de los barcos, abrió sucursales y así se le pasó la vida a Paco, al hijo del balermero de la calle Capitana, cuyos pies estaban en Cortijo Grande, pero su corazón era de Pescadería.