Dedicado a todas las personas que amaron y perdieron a un padre

Samuel, Manuel, Alfredo y César

Alfredo Najas Montoya (1938 - 2019)

  • La Voz

Nuestro querido padre nos ha dejado a la edad de 80 años. Sus cuatro hijos siempre le recordaremos con los valores que nos transmitió. Resulta difícil fijar la semblanza de un padre que tuvo como prioridad que sus hijos tuvieran un futuro mejor que el que él tuvo; como cualquier otro padre desearía para sus hijos.


Fue el menor de 8 hermanos (Antonio, Antonia, Samuel, Dorotea, Isabel, Remedios y Pepito), a los que amaba con pasión,  y a los que procesó una profunda lealtad. Nunca tuvo con ellos una palabra más alta que otra y los defendía como si la vida le fuera en ello.


Su infancia fue difícil, ya que perdió a su madre, nuestra abuela Remedios, cuando era sólo un adolescente; aunque siempre tuvo el apoyo y aliento de todos sus hermanos, pero sobre todo de sus cuatro hermanas, que lo cuidaron y trataron como si fuera un hijo más. Decía que perdió a una madre pero ganó cuatro.


Su madre, Remedios, decidió ponerle el nombre de Alfredo en memoria de un hijo que falleció a la temprana edad de cinco años de edad, en un trágico suceso. Y éste a su vez debía su nombre a un hermano de nuestra abuela, el tío Alfredo, que emigró a Argentina en los duros tiempos de la postguerra civil española. Nunca más lo volverían a ver. 


Su padre, Samuel, falleció un año antes de que contrajera matrimonio con nuestra madre, Dolores. Su padre tenía especial predilección por el menor de sus hijos. Nuestro padre solía recordarnos a nuestro abuelo con el viaje que hizo a finales de los 50 a Santa Cruz de Tenerife para estar cerca de él,  durante más de 3 meses, mientras cumplía con un largo servicio militar de 18 meses de duración.


Era orgulloso. Sentía orgullo de sus padres y de los suyos. Por sus sobrinas y sobrinos sentía auténtica pasión. Incluso para él a algunos de ellos los consideraba como sus hermanos menores por la escasa diferencia de edad que los separaba, aunque a todos los amaba (Luis, Angelita, Samuel y Antonia). 


Con mi madre fue leal y la amó con profunda devoción; como el que ama a la persona con la que vas a pasar el resto de tu vida. Así era él. Todo tenía que estar en su sitio, y no cabían medias tintas. Fue amable con todas las personas que lo conocieron y estuvieron junto a él. Porque ante todo fue un hombre bueno y honrado; y sobre todo con el esfuerzo como valor nuclear de su guía vital. Porque desde que trabajó lo hizo con la fuerza que le dimos. Con la fuerza que tiene todo padre que quiere dar una vida más próspera y feliz a sus hijos. 


La vida fue dura hasta sus años de jubilación. Con su hermano Pepito y su sobrino Luis se embarcaron en un negocio de áridos, al que las inundaciones de septiembre de 1973 golpeó con crueldad, y que le hicieron perder todas las posesiones que tenían. Pero como todo buen albojense, como lo era, tenía que seguir luchando. Y luchó. Con su sobrino Luis decidió emprender de nuevo este negocio sin ayuda de ningún tipo y partiendo desde abajo; otra vez. Sabían que contaban con lo más importante: la fuerza que le daban los suyos.


La vida de los 70 y 80 en Albox era dura. Pero ellos tenían que trabajar, y sacar hacia delante el negocio familiar de la forma más digna posible. Fue un trabajador infatigable. En su vejez nos solía decir que en los años en los que estuvo trabajando sólo se fue de vacaciones en el Puente del 15 de agosto, el día de la Asunción de la Virgen. Así fue durante casi 40 años. Tres o cuatro días de vacaciones al año, y el resto de año, de lunes a sábado, de 8 de la mañana a 21 horas de la noche, sólo cabía el trabajo. Sabía que lo tenía que hacer. Y él hacía lo que tenía que hacer. Siempre fue así. Sólo falló al trabajo cuando la enfermedad no se lo permitió. Nos decía que la vida no era fácil, que el trabajo era necesario para mantener a lo más importante: la familia, y que nunca había que desfallecer. 


Recordamos con cariño los veranos que nos llevaban a la Rambla para que comprobáramos la dureza del trabajo y así entendiéramos, sin muchas palabras, que nos dedicáramos a otros trabajos. Recordamos que nos solía decir: “Ya sabéis lo que hay: Esto o estudiar”. La lección la aprendimos bien. Coger piedras algunas tardes de los calurosos meses de julio y agosto de las canteras de los Marcelinos con las manos y cargarlas en la cuchara de una máquina excavadora funcionó como el bálsamo de fierabrás.


Pero más de 35 años subido a un camión, y cuatro operaciones (tres hernias de disco y una hernía cervical) le pasaron factura. En su última etapa laboral, nuestra madre, tuvo que empezar a estudiar a los 50 años de edad. Tres de nosotros estudiábamos en la Universidad, en Madrid y Almería, y las estrecheces económicas se hicieron notar con mucho vigor. No había otra opción. Mi madre, que siempre se había ocupado de nosotros, tenía que ponerse a trabajar. Y así sucedió: con 53 años, y por primera vez en su vida, fue contratada como administrativa de Hospital hasta su jubilación a los 68 años. Ninguno de los cuatro le fallamos. Todos acabamos nuestros estudios universitarios de la mejor forma que se podía acabar. Fue su mayor satisfacción. Que sus cuatro hijos tuvieran una vida más próspera que la que él tuvo. Y lo consiguió. Y en eso lo consideramos un triunfador. Para nosotros fue el mejor padre posible, como para cualquier buen hijo. 


Cuando ya se consideró un triunfador, la vida le volvió a golpear con la fuerza que empuja la enfermedad y el paso de los años, que  son inexorables. Hace casi tres años le diagnosticaron leucemia. Nosotros, los cuatro, junto con nuestra madre, estuvimos junto a él, como él había estado con nosotros. Ahora era él el que nos necesitaba. Y él no nos había fallado nunca. Hace dos semanas nos llamaron del Hospital, y nos dijeron que nos despidiéramos de él. Estas dos semanas han sido duras, las más duras. Conocer que el tiempo de un padre se apaga es cruel. Tratamos de poner nuestras mejores caras, nuestro mejor cariño y amor hacía él. Esperamos que lo hayamos conseguido. 


Hasta el final de sus días fue un hombre bueno y un buen padre de familia que quería lo mejor para los suyos. La mañana del sábado despertó después de una de las noches más tranquilas que recordamos de estos días. Pero la enfermedad le derrotó. En su último aliento estuvo rodeado de los suyos, los que esperamos que no le hayamos fallado; sus 4 hijos (Samuel, Manolo, Alfredo y César), su esposa Loli y nietos. 


Nuestro padre no era perfecto. Nos decía que siempre había que mostrar entereza y no debilidades. Desde que falleciste hemos aguantado unos días, papá, pero ahora lloramos tu largo viaje.


Te queremos y no te olvidaremos.