Un hombre a la vera de los trece caños de Mojácar

Manuel León

Ginés Gallardo

  • Manuel León

Ha habido un hombre en Mojácar que se sentaba hasta ahora todas las tardes enfrente de la fuente de los trece caños; un hombre cuyos ojos vieron lavar a la mítica Maquisa las sábanas de los señoritos, restregando las prendas en la piedra centenaria, entre pompas de jabón, metida en la poza con el agua cristalina hasta los muslos; un hombre que veía cómo las bestias abrevaban en el pilar  y cómo los demás hombres del pueblo, desde arriba, no perdían ojo, apoyados en la baranda, de todo ese trasegar de mujeres cuesta arriba y cuesta abajo llenando cántaros de arcilla y volviéndoselos a colocar en el bonete.


Ese hombre era Ginés Gallardo, con el garrote a su vera y su pelo armiño, que se acaba de ir de este mundo hace unos días rascando los 90 años, con cientos de páginas de vida acumuladas en su memoria, dos meses después que su mujer Luisa Nájar, un matrimonio que durante décadas regentó una tienda eterna junto la fuente, como antes las de Isabel Fuentes y Antonio López y ahora María la Terrera: Era un pequeño colmado de ultramarinos, donde los vecinos del barrio, en las faldas de la cumbre, compraban los aderezos para el puchero, los embutidos caseros o las cartillas de azafrán para el arroz, entre el rumor del agua cayendo en la pila y los gorriones piando sobre la flor morada de la buganvilla. 


Ginés era un sabio a su manera, uno de esos últimos campesinos de la Mojácar antigua -como su hermano José, como el tío Pedro Huerto Río o El Pipa de Cuartillas- que se sabía de memoria las tandas de riego, dónde había que colocar el tablón de la pará cuando salían las cañadas del río y cuál era la simiente que mejor agarraba en cada bancal. Ginés nació en 1930 en Santa María, frente a Mojácar la Vieja, esa montaña que están excavando estos días de canícula buscando arcanos.


Toda su vida fue labriego, desde niño, desde que veía a su abuelo Manuel trabajar para los soleres y unzurrunzagas de Cuevas, en los predios que regentaban por esos pagos mojaqueros de las tierras blancas. Y cuando a la tierra no le daba la gana dar, cuando no llovía, Ginés, como tantos nativos, hacía el hato y se iba a Cataluña o a Andorra a trabajar en la construcción de caminos y carreteras. Allí se hospedaba en la fonda de Juan el andorrano, con El Chairo y El Bartolico. Una vez, en el año 50, cuando solo tenía 20 años, partieron a 6.000 pesetas por la obra de una balsa que era un dineral en la época. Pero Ginés siembre volvía a Mojácar, a su Mojácar, donde fue criando hijos –Ginés, Pedro, José Luis- mientras cosechaba trigo en invierno y melón en verano. Siempre batallando Ginés, en las tierras del Campo, en El Faz, en La Alberquilla, siempre con arena en los zapatos, buscando el tractor para labrar o porfiando precios con el comprador del grano. 


Era Ginés un mojaquero a la antigua usanza: conoció al tío Antonio Porreras, el peatón postal que llevaba en burra desde Garrucha las cartas de los que se iban a la Mili y a la emigración  y se las recitaba a los que no sabían leer; al Luriano,que daba los pregones; al tío Juan el Jorge que volvió de América y compró muchos roales de tierra; al tío Diego Pelele, que era el fiel que repartía las tandas de agua del río de Turre; a Don Félix y a María Estrada, la viuda que heredó todo el patrimonio en Las Alparatas de aquel Juan de Madariaga que fue presidente de la Diputación y que mataron en la Guerra; a José Gurullo quien tenía mando en plaza para repartir el agua de los sobrantes de la fuente para regar la Huerta de la Cañá, que fue de los Flores, de Juan Sáez, de La Zura y El Córcoles; a los alarcones, los parientes  molineros a la vera del pueblo, donde obraban el milagro bíblico de transformar el trigo en harina y la harina en plan blanco candeal. 


A pesar de que con los años las fuerzas flaqueaban, Ginés seguía pateándose los bancales, viendo el río crecer cuando llovía, viendo cómo verdeaban las espigas al lado de las boqueras. Eso era su vida, la vida de Ginés Gallardo: el campo, su tierra mojaquera, ver el agua regando las piezas, oliendo a mojado, refugiado debajo de unos algarrobos.