Para tí no había trabajo duro, difícil, ni siquiera imposible

Salvador García Salinas

A mi abuelo

  • La Voz

Crecí toda mi vida viéndote como un superhéroe, el invencible; para tí no había trabajo duro, difícil, ni siquiera imposible. Para tí, conquistar el mundo sólo requería de esfuerzo y dedicación, crecí y me convertí en un adulto, agarrarte de la mano era sinónimo de sentirme seguro. Con el tiempo empecé a notar que tus indescriptibles ojos claros se ponían opacos, que empezaban a perder la chispa que siempre los caracterizó. Pero nada podría prepararme, ni siquiera tu magistral enseñanza de vida, para lo que realmente estaba sucediendo detrás de tus ojos, en tu cerebro, en tu mente. Tal como ese par de lámparas color cielo, tus pensamientos también se habían puesto borrosos, también habían sufrido el inevitable paso de los años. Empezaste a repetir frases, a preguntar demasiado, a olvidar hasta las cosas más simples, a ver cosas q∫ue sólo existían en tu cabeza. Empezaba la cuenta atrás... 


En menos de nada, un tsunami de confusión te arrasó ante mis ojos y manos impotentes. A una velocidad demasiado vertiginosa como para poder adaptarme, comenzaste a irte. Te miraba a los ojos, te abrazaba, te agarraba la mano, te besaba la frente, pero ya no eras tú. Esa enfermedad conocida como Alzheimer, empezó a quitarme a mi abuelo, a mi compañero, a mi otro padre, a un amigo más que especial, a mi héroe, a mi cómplice y maestro. Supe que los papeles habían dado la vuelta; ahora tú dependías de mí, ahora tú eras el niño asustado viviendo en un mundo desconocido y extraño, ahora yo tenía que enseñarte cosas que tú me enseñaste a mí cuando era niño. Ahora era yo quien te hacía el avioncito cuando te negabas a comer, ahora era yo quien te ayudaba a caminar, quien te calmaba en las noches que tenías miedo de la oscuridad, ahora era yo quien te cambiaba los pañales y te contaba tu vida, las historias con las que tantas veces me dejaste maravillado. Aprendí a ser tu padre, tu hermano o alguna de esas personas con quien me confundieras. Aprendí a encontrar la felicidad absoluta en los escasos momentos de lucidez en que me mirabas a los ojos y me llamabas por mi nombre. Aprendí a sonreír frente a ti y enfrentar tu enfermedad con humor, y a llorar tu pérdida en silencio. Pero el Alzheimer no te robó tu magia; incluso cuando yo cuidé de ti, incluso cuando estabas perdido en el olvido y la confusión, tú me estabas dando la última lección, la más importante. En esos meses de agonía, me enseñaste de la forma más magistral y absoluta cómo amar incondicionalmente. 


Un día tu cuerpo también falló, y entonces esa parte de ti también se fue y empezó el duro trago de no poder abrazarte ni verte más… para eso, tampoco estuve preparado nunca. No hay forma de describir el dolor que es perder a alguien que hemos amado más que a nosotros mismos, pero sólo ese amor pudo servirme de inspiración y de fuerza para continuar y honrar tu memoria hasta que la mía me falle.